Adiós a Gorete
Reproducimos aquí un fermoso artigo de Julio Llamazares en El País en 1990, no que dá moitas claves para comprendermos a figura do fuxido Gorete, tan vencellado a esta paisaxe arqueolóxica de Castiltejón:
El pasado día 17 de noviembre fallecía en León, a la edad de 87 años y en el más oscuro de los anonimatos, Gregorio García Díaz, Gorete. A la mayoría de los lectores, seguramente, ni el apodo ni el nombre les dirán nada. Pero a quienes, como yo, los aprendimos al arrimo de la lumbre o caminando en la nieve cuando los años cincuenta se despedían de España -y a quienes, sobre todo, tuvimos la fortuna de llegar a conocer al hombre que con su vida alimentó de leyendas las largas noches de invierno de nuestra infancia-, el nombre de Gorete nos trae recuerdos de un tiempo que ya se ha ido y de un mundo en el que los cuentos servían para decir lo que la radio callaba.Gregorio García Díaz, Gorete, había nacido en Lillo, un pequeño pueblecito de León colindante con Asturias, allá por el año de 1903, en el seno de una humilde familia campesina dedicada, como todas en la zona, al cuidado de los prados y las vacas. Campesino fue también él, lo mismo que sus abuelos y que sus padres y, aunque desde muy joven dio muestras de su particular tesón y de un temple y valentía extraordinarios (durante los años de la República, por ejemplo, llevó a cabo en solitario la aventura de viajar en bicicleta hasta Madrid; y vuelta, pedaleando 800 kilómetros durante una semana, para asistir a un mitin de Manuel Azaña), nada hacía presagiar que, con el tiempo, su apodo acabaría convirtiéndose en un nombre de leyenda para los habitantes de aquella zona de España.
Todo empezó con la guerra. Una guerra que a Gorete, entonces de 33 años, le sorprendió en su pueblo dedicado a la política local (fue presidente del pueblo con tan sólo 27) y al cuidado de sus prados y sus vacas y que le arrastró en seguida, después de atravesar en plena noche las montañas, a combatir en el frente del Norte enrolado en las tropas republicanas. Cuando éste cayó en el otoño de 1937, Gorete, como tantos, se escondió en las montañas y así fue como empezó la increíble aventura que le iba a convertir en un nombre de leyenda y en un mito popular para todos cuantos nacimos y vivimos hacia la mitad del siglo en las perdidas aldeas de los montes leoneses y asturianos. Lo que empezara una noche como una huida desesperada se iba a acabar convirtiendo -sin que el propio Gorete entonces, claro está, lo imaginara- en una de las páginas más crueles de la guerra y en uno de los destierros más solitarios de los que guarda memoria la última historia de España: durante 11 años, tres meses y cinco días (años, meses y jornadas que Gorete apuntó en su propio cinto haciendo muescas con la navaja), permaneció escondido en una cueva de su pueblo, completamente solo, como un Robinson Crusoe de las montañas.
La relación de sus aventuras, reales o legendarias, es, como cabe pensar, ciertamente impresionante. Yo mismo, en Luna de lobos, la novela que escribí para recoger los cuentos que de los hombres del monte me contaron en mi infancia, intercalé dos de ellas, precisamente las mismas que algún crítico avisado descalificó en su momento por demasiado fantásticas: aquella en la que el maquis, el mosquetón a la espalda y la guadaña en las manos, siega a la luz de la luna la hierba de una familia que le ha ayudado, y aquella otra en la que asiste desde el monte y a través de los prismáticos al entierro de su padre (de su madre, en realidad, en el caso de Gorete) para bajar después en plena noche al cementerio a ver su tumba, caminando de espaldas sobre la nieve para confundir sus huellas y envuelto, para evitar ser visto, en una manta blanca. Hubo más, muchas más, alguna incluso todavía más fantástica. Como cuando escapó en plena noche a un cerco de varios guardias, o como cuando se cayó desde 10 metros de una peña y permaneció cuatro días sin poder incorporarse, temiendo haberse roto la columna y no tener otro remedio que suicidarse. Pero lo peor no fueron esas anécdotas, por más que fueran las que le hicieran a los ojos de la gente un personaje legendario. Lo peor fue el silencio, el frío de los inviernos, la soledad de la cueva durante más de 11 años. Baste saber, para imaginar el frío, que ésta estaba en lo alto de una peña, a 1.800 metros de altura y en lo que hoy es la estación de esquí de San Isidro, en la que practican los deportes de la nieve los aficionados leoneses y asturianos.
El 26 de enero de 1949, 11 años, tres meses y cinco días después de haberse echado al monte, Gorete, incapaz de aguantar ya más tiempo, se entregó a los guardias. Luego vendría la cárcel, y el trabajo, y la familia, y los pequeños paseos frente a su casa del barrio de Puente Castro, en la que yo le conocí un día, hace ahora nueve años, cuando el hombre legendario de los cuentos de mi infancia era ya un silencioso y apacible jubilado. Hasta el mismo momento de su muerte, sin embargo, Gorete, como la mayoría de los hombres que secundaron sus pasos, conservó la rebeldía y el espíritu tenaz que, al finalizar la guerra, le llevaron a esconderse en las montañas y, de la misma manera que guardaba en un armario, como si fueran reliquias, las cartucheras y el cinto y el puñal y los prismáticos, conservó hasta el último día la esperanza de que los ideales que un día le llevaron a vivir en una cueva, como si en lugar de un hombre fuera un lobo o una alimaña, se pudieran realizar en la renaciente España.
Por eso se murió sin entender demasiado. Por eso, seguramente, vivió los últimos años otro destierro -obligado, relegado como tantos al baúl de los recuerdos precisamente por el Gobierno por el que tanto lucharon y que ni siquiera se acordó de ellos para intentar resarcirles de las penurias pasadas (a Gorete, en concreto, ni el millón de pesetas aprobado a modo de limosna hace unos meses para quienes cumplieron un mínimo de tres años en las cárceles de Franco le llegó a corresponder porque, evidentemente, los 11 de la cueva no los consideraron cárcel). Por eso, precisamente, quiero ahora despedir con el mejor de mis recuerdos, en este tiempo de olvidos y en esta España moderna y desmemoriada, al hombre que con su vida alimentó de leyendas las largas noches de invierno y los días de mi infancia, cuando los años cincuenta se despedían de España y los cuentos de los viejos servían para decir lo que la radio callaba.
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